El tenso viaje
que viven en una combi no solo los estudiantes, sino cualquier persona que no pague el “pasaje completo”.
Durante el año pasado, al subir a la combi para ir a
la universidad, me sentía mal porque tenía que pagar un sol 20 de pasaje,
cuando lo que debía pagar era 0.80 centavos. Mi carné universitario estaba extraviado y
luego de cuatro meses, al recibir mi duplicado, me seguía sintiendo mal al
subir a la combi. Esta vez pagaría el pasaje universitario, pero lo que venía
quizás era peor: la eterna discusión con el cobrador faltoso.
A las 7 de la mañana, voy al encuentro de la combi en el
paradero de Minka para dirigirme a la universidad. En realidad, “paradero” es
un decir, pues las combis no tienen paraderos establecidos. Una de las rutas
gobernada por el “dictador Combi” es la que une al Callao con Lima: cruza toda
la avenida Argentina. Las líneas 105,
120, PASA y otros informales transforman
la avenida en una improvisada autopista de carreras para disputarse a los
pasajeros. Alzo el brazo y el vehículo —la de la empresa PASA— se detiene
delante de mí. Observo si tiene techo
alto o no. “Estoy dispuesto a viajar parado, pero no doblado”, aclaro mentalmente.
La rapidez y violencia con la que el cobrador me “invita” a subir no me permite
ni dudar. “Sube, sube”, grita con su clásica voz mientras mueve las manos para
indicarme que aborde el vehículo. El apremio por llegar temprano es otro factor
que me obliga a trepar la combi.
“’Avanza’ atrás, ‘avanza’ atrás”, me ordena el
cobrador sin darse cuenta de que comete un barbarismo lingüístico. Por suerte
hay un asiento libre al fondo. El auto avanza cinco cuadras. Una voz interrumpe
el viaje: “Baja en el portón verde”, indica con bastante precisión una mujer de
pantalón negro, blusa y cartera. El brazo alzado de un pasajero a una cuadra de donde bajó la
señorita vuelve a detener la combi. Sube el hombre. Tres cuadras después, un estudiante
y su madre piden bajar. El chofer se pasa una cuadra, pues prefiere estacionarse
en el cruce de Universitaria con Argentina para recoger pasajeros. “Te he dicho
que bajo una cuadra más abajo, no aquí”, reclama a viva voz la madre. “Señora,
allá no es paradero”, argumenta el cobrador. “Pero para subir gente si paras en
cualquier lado”, le recuerda a gritos la mujer. El cobrador baja a la pista. “Toda Argentina,
Unión, Unión. Hay asiento, hay asiento”, pregona el cobrador mientras ignora a
la pasajera.
El semáforo cambia a la luz verde. Sin embargo, la
combi no avanza. Los cláxones de los vehículos que se encuentran detrás
empiezan a estallar en la avenida. El chofer no se inmuta. “Avanza, oe”, gritan
los pasajeros. La gente continúa subiendo y el chofer sigue gritando que hay asiento.
“El cobrador no miente”, medito. “Hay asientos, pero él nunca dijo que
estuvieran libres”, reflexiono. El semáforo cambia a rojo y el chofer
logra lo que se proponía, quedarse más tiempo en el cruce para subir pasajeros
como quien empaqueta sardinas en una lata.
El momento tenso llega. “Pasajes al fondo, pasajes al
fondo”, pide el cobrador estirando la mano. Le entrego los 80 céntimos del
pasaje medio en su mano. Mira las monedas. Frunce el seño. “¿A dónde vas?”,
pregunta como quien quiere iniciar una discusión. Le muestro mi carné
universitario. “Putamare”, murmura. Luego grita con cólera: “Un medio”. “Uff”,
pienso. Hace dos años, cuando cursaba primer año en la universidad y asistía a
mis inusuales clases sabatinas, tuve que llegar al extremo de bajarme de la
combi. “El pasaje medio solo es de lunes a viernes”, argumentó el cobrador
luego de que le pagara. “Siempre pago 80 los sábados”, argumenté novatamente,
pues hasta entonces no había revisado el tarifario que tienen en sus ventanas todas
las líneas. “Tómate otro carro”, me ordenó. Bajé enrojecido con las monedas en mi
sudorosa mano. Los horarios establecidos
por ley indican que el pasaje medio es válido desde las 5:00 am hasta las 00:00
horas durante todos los días, a excepción de domingos y feriados.
“Falta veinte, señora”; indica el cobrador, quien interrumpe
mi recuerdo. “Voy aquí, nomás. Siempre me cobran un sol” se defiende la mujer
de unos 50 años. “Falta veinte, falta veinte”, responde el hombre como si no
hubiese escuchado las palabras de la pasajera. “No tengo más”, contesta ella.
“Bájese, bájese”; manda él. “Pareciera que no tuvieses madre”, finaliza la
señora cuando baja de la combi.
Por la noche, durante el regreso a casa, la historia
es muy parecida. Con la diferencia de que a esas horas, los cobradores emanan
el olor característico del sudor luego de un día muy agitado. Además de
encontrarse con más de un universitario en el carro. “Un medio”, grita con
rostro malhumorado el cobrador de la combi que me regresa a casa. “Otro medio”,
agrega luego de seguir cobrando. “Oe, otro medio”, dice en voz alta desde al
fondo. “Tamare, estás salao, oe”, le reprime el chofer. La cumbia a todo
volumen empieza a retumbar las ventanas. (Andy Livise Salazar)